El 13 de agosto de 1995 quedó grabado en la historia del montañismo como uno de sus capítulos más oscuros. Ese día, los aragoneses Javier Escartín (45 años), Javier Olivar (38) y Lorenzo Ortiz (24) perdieron la vida en el K2 —la segunda montaña más alta del planeta— al ser sorprendidos por un violento temporal durante el descenso tras alcanzar la cima.
Aquella jornada, la montaña cobró otras cuatro vidas: el estadounidense Rob Slater, el neozelandés Bruce Grant, el canadiense Jeff Lakes y la británica Alison Hargreaves, primera mujer en ascender el Everest en solitario y sin oxígeno.
Una expedición con sello oscense
Los tres españoles formaban parte de la expedición del club Peña Guara, junto a Lorenzo Ortas y Pepe Garcés, quienes decidieron no afrontar el último tramo de la ascensión y fueron testigos indirectos de la tragedia. Desde el campamento base, Manuel Ansón y Manuel Avellanas —médico del equipo y actual vicepresidente de Peña Guara— completaban el grupo.
Trayectoria hacia la élite
El camino de estos alpinistas hacia las cimas más altas comenzó en 1977 con la expedición al Ausangate (Perú), una cumbre de más de 6.000 metros. Después llegaron logros en el Hidden Peak, el Gasherbrum II y el Everest (1989 y 1991). El K2, en 1995, era su reto más ambicioso.
El descenso mortal
Tras hacer cima a las 18:45 horas, iniciaron el regreso junto a otros montañeros. Pero en el peligroso «Cuello de botella», una tormenta con vientos de hasta 150 km/h y un brusco desplome de temperaturas desencadenó el desastre. Según relató Lorenzo Ortas en homenajes posteriores, el grupo quedó atrapado y, durante la noche, el viento destrozó las tiendas, obligando a los supervivientes a resistir a la intemperie.
Al día siguiente, encontraron restos del equipo de Hargreaves en una zona escarpada, señal de que la fuerza del viento y la nieve había arrastrado a los alpinistas. Los cuerpos nunca fueron recuperados.
Recuerdo imborrable
Para Ortas, aquel día supuso “un gran fracaso” por no haber podido traer de vuelta a sus amigos, pero también un recordatorio de la dureza extrema de la montaña. Treinta años después, el legado de Escartín, Olivar y Ortiz sigue vivo en la memoria del alpinismo aragonés y español, como símbolo de valentía y pasión por las cumbres, pero también como advertencia de que la grandeza del Himalaya convive con una fragilidad implacable.