ZARAGOZA | Vestida de blanco se despidió La Romareda. Durante poco más de 90 minutos, los cimientos del municipal revelaron recuerdos imborrables, abrazos eternos, tardes y noches mágicas. Cada asiento, cada escalón y cada rincón del campo ha visto crecer a varias generaciones de zaragocistas, ha sentido la alegría de la victoria y el desconsuelo de la derrota. La vieja Romareda ha sido testigo de goles imposibles, de trucos inverosímiles, de pitos y palmas. En su último baile, creó una atmósfera especial, un ambiente de hogar.
En un encuentro descrito a través del nerviosismo y a través también de su inquilino más fiel, La Romareda brindó su último servicio, su último aliento para lograr la permanencia. Empujado por más de veinte mil aficionados, el Real Zaragoza consiguió imponerse por la mínima al Deportivo de La Coruña, cerrando así una temporada difícil, lamentable en lo deportivo y convulsa en otros aspectos. Los de Gabi Fernández salieron tensos, como si cada acción trazase un hilo sobre el que gravitasen las vidas de cada uno. No lograban ser precisos y su fútbol volvió a reducirse a un recurso barato y poco eficaz, el balón largo.
La segunda mitad fue una continuación de la primera. Con la mente levemente despejada y algo más de soltura, el Real Zaragoza se acercaba tímidamente a la portería rival. En la grada se disputaba un encuentro de transistores, de informaciones cruzadas. Cada gol en el Pepico Amat circulaba a la velocidad de la luz, hacía temblar pero también ayudaba a calmar los nervios lejos del verde. Y en mitad de una vorágine de emociones, marcó el Real Zaragoza. Utilizó un arma casi infalible en su juego, recurrente en la victoria, mostró una vez más su poder desde la esquina y desató la más bonita de las locuras.
Un cierre para recordar
Una vez el árbitro señaló el final del partido, La Romareda se preparó para decir adiós. Tras un tímido homenaje marcado por la renovación de Francho, el césped fue invadido por miles de zaragocistas que buscaban guardarse un trozo de la que para muchos es su segunda casa. Sin embargo, la despedida de La Romareda no fue un adiós, sino un hasta luego, pues dicen que uno siempre regresa allá donde fue feliz.