ZARAGOZA | Esta temporada suelo sentarme en un lugar diferente en La Romareda. El sitio no me corresponde a mí, así que este texto se lo debo al amigo que me lo presta desde octubre. Durante mucho tiempo preferí ver los partidos en el estudio en el que hacemos los programas. Tenía la impresión de que los detalles se analizan mejor con un punto de calma, con tiempo para las repeticiones. Me gustaba ver el fútbol en soledad, en una decisión que hoy me cuesta defender. El juego se lee mejor desde el estadio, pero la logística parecía entonces más sencilla desde cualquier otro lugar.
Este año tuve pronto la sensación de que en las gradas se jugaba un partido paralelo. Y que podía ser más importante que casi cualquier otro que se pudiera jugar. Convertí una butaca en la Tribuna Oeste en mi centro de operaciones. Hoja de alineaciones, dos cuadernos llenos de notas y la retransmisión televisiva en el móvil. Un tipo insoportable. Al margen de la generosidad de mi amigo, tengo que confesar que la crónica ambiental no ha sido la razón principal por la que me gusta ese asiento. En los días grandes, en la butaca de al lado, se sienta alguien que ha cambiado por completo mi mirada. Se llama Fernando Zamora Chueca y tiene 97 años.
Fernando Zamora se dedicó al derecho y ha sido un abogado muy reconocido en la ciudad. Descubrí pronto que es un tipo con grandes inquietudes. Escribe en Heraldo de Aragón desde hace años y con 95 años publicó una novela llamada La Dama. Zamora conoce los secretos de la cultura aragonesa y ha desarrollado en sus textos algunos tratados de puro zaragocismo. Su hijo siguió sus pasos en el derecho y ha alcanzado también un gran prestigio en la ciudad. Además, comparte su pasión por el Real Zaragoza y su animadversión hacia Ager Aketxe.
Junto a su hijo suele estar su nuera, que se esfuerza en que las correcciones de su marido no sean demasiado ruidosas. Las nietas de Fernando tampoco faltan nunca. Y suelen hacer una radiografía emocional de cada partido. Gritan, saltan, protestan, ríen y lloran como si cada minuto pudiera ser el descuento. Ellas están un par de filas más abajo y en cada acontecimiento importante buscan la mirada de su abuelo. Esa cadena invisible de zaragocismo se cierra en la siguiente generación, donde las bisnietas guardan sus primeros recuerdos de La Romareda. No sé si es la familia perfecta pero a mí me lo parece.
Un gol desde la grada
Fernando Zamora selecciona los partidos a los que acude y siempre siente que ha pasado demasiado tiempo desde la última vez. Su hijo le deja en su asiento con ternura. Antes de irse a las filas en las que está el resto de su familia, se lamenta en voz alta de que Aketxe vuelva a ser titular. En ese punto, unos diez minutos antes del encuentro, Fernando Zamora y yo iniciamos nuestra propia retransmisión. Le muestro las alineaciones, le notifico los cambios y le añado algunas notas del rival. Me esfuerzo en hablarle más alto de lo que suelo hacerlo y la conversación suele abrirse a todo el sector 31. Por si acaso, duplico el tamaño de mi letra para que Fernando pueda leerlo todo.
“¿Francho lateral? Bueno, da igual dónde lo pongas. Tiene genio y siente más que nadie al equipo”, resuelve.
Durante el partido escucho con atención sus anécdotas, los relatos que ofrece el juego. Me habla de los grandes equipos de la historia del Zaragoza, del tiempo que compartió con Los Magníficos y repasa las historias más divertidas de Marcelino. Me dice también que la zurda de Carlos Lapetra estaba hecha de seda. Cuando el fútbol avanza, anoto en mi cuaderno cada una de sus lecturas. A su edad conserva una visión muy especial. En ese momento descubro que es él quien me cuenta los partidos y no al revés: “Estamos perdiendo el medio”, “nos falta juego”, “en este equipo nadie regatea”, “para ser un equipo alegre primero hay que tener alegría”, “Gabi ha conseguido una cosa: que el Zaragoza vuelva a tener corazón”.
Con mi móvil revisamos las repeticiones de los goles y repasamos las jugadas polémicas. El duelo ante el Eibar se convierte en un carrusel de emociones y Fernando Zamora se ilusiona con la entrada de Pau Sans. Le llamamos “el niño” y me gusta ver que sus regates le sacan una sonrisa. Tras el gol de Jair, Fernando Zamora se queda en shock, en un raro estado de trance. Señala entonces a la afición, como si un solo gesto pudiera reunir a 21.000 personas: “es imposible que no empatemos”, le digo entonces.
En el descuento se produce el milagro. Poussin, mágico o maldito, se eleva por encima de todos y desata un delirio. Fiebre en las gradas. Solo es un empate, pero se me ocurren pocas formas de empatar más emocionantes que esa. Ante un fenómeno tan excepcional, un gol del portero en el descuento, vi algunas de las escenas más especiales que recuerdo en La Romareda. Un abrazo común, un llanto compartido y algunas avalanchas de felicidad. Grabé el final de la celebración como recurso para el programa. Un par de filas más abajo, una nieta de Fernando se giraba hacia su abuelo en una escena especial. Detuve el vídeo y reparé en la reacción de Fernando Zamora Chueca. Había roto a llorar. Le abracé y esperé sus primeras palabras:
-Tengo 97 años y hacía mucho tiempo que no lloraba por el fútbol.
Tengo la inmensa suerte de conocer a las tres generaciones de esta extraordinaria familia.
Creo que si hoy soy más zaragocista que nunca es por su bendita culpa.
Fernando Zamora (hijo de nuestro protagonista), tuvo con mi padre Antonio Pais q. e. p. d., ex jugador del R. Zaragoza., una amistad de película, pese a la diferencia de años que tenían.
Fernando Zamora Chueca, con 95 años, entraba al Tiro de Pichón conduciendo como si tal cosa.