A veces los gestos, más que la eficacia misma, definen la emoción. En el intenso partido en Fuenlabrada, el Zaragoza mereció mucho más, y por esos centímetros del infortunio no lo logró, pero la jugada fue impecable. El habitualmente casi lento Eguaras recibió un balón, lo desplazó hacia adelante con el ademán de lo que se llamaría un regate en largo, que le exigía vértigo, velocidad y determinación, llegó al esférico y sirvió un pase impecable a Iván. Unos segundos o minutos antes había tenido otra gran oportunidad y el centrocampista navarro marró una rosca de exterior. Iván, al que poco antes le habían regalado un córner, se lanzó a por el balón, lo recogió en el hueco que parecía letal y marcó con absoluta limpidez. Con hechuras de ariete tranquilo y seguro, con efecto interior. El VAR, tan empecinado a veces a arbitrar contra la felicidad, dictaminó que estaba algo adelantado. Era verdad, pero la jugada, que se dibujó en el centro del campo y que culminó en el interior del área, fue un hechizo. Y el grito de los seguidores blanquillos fue unánime y gozoso, en el campo, en los bares y en las casas, porque parecía que ponía la guinda a una noche trabajada, donde los nuestros habían sido mejores y habían disfrutado de más ocasiones.