La historia ya está escrita y del triunfo del ayer solo quedan los mejores recuerdos del mundo. Esnáider empezó a ganar una final en la que el Zaragoza creía enfrentarse a gigantes. Lo ha contado mil veces Miguel Pardeza, que vio venir una tropa de elefantes en el túnel. El equipo de Víctor Fernández bajó el balón al suelo y jugó como nunca. Ganó a través del talento, con una sinfonía hecha de buen fútbol y de goles inolvidables. También a partir de una alineación que todos sabemos de carrerilla: Cedrún; Belsué, Cáceres, Aguado, Solana; Aragón, Nayim, Poyet; Higuera, Pardeza y Esnáider. Como hilo conductor estuvo Víctor, que llevó al equipo a París en lo que ya parece otra historia, una dimensión paralela. Al técnico le acompañó una frase muy distinta de la que hoy se cuenta: “Quien quiera ver buen fútbol que vaya a La Romareda”.
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Del segundo gol ya se ha escrito todo. El Real Zaragoza fue el equipo de todos. Le venció al orden establecido, al Arsenal, a los penaltis, a la lógica. Lo hizo con el pie de seda, único, de Mohamed Ali Amar, Nayim. Aquel tanto demostró que el fútbol puede ser un lugar en el que también ganan los buenos. Y los magos. En el último suspiro de la prórroga, Nayim alzó el balón al cielo de París en una parábola imposible. Cuando bajó, tocó para siempre dos cosas: las redes de Seaman y la gloria. Nunca una final se resolvió con un gol tan bello, tan difícil de imaginar.
Hoy, a los pies de una salvación menor, el Real Zaragoza duele más que nunca. Se conmemoran los 30 años del mayor éxito internacional del club, en el peor año de siempre. En la batalla entre el ayer y el hoy, en La Romareda siempre ganó el ayer. Y la afición se divide entre la urgencia del presente y la gloria del pasado. Antes de que la agonía comience, se rendirá tributo al fútbol. Una legión joven, de un zaragocismo militante, aplaudirá un cuento que ya sabe de memoria, que celebró en diferido.
En algún lugar de La Romareda se escuchará esta conversación:
-Ya sé que estás cansado de esta batalla, hijo, pero siempre nos quedará París.
-Papá, cuéntame otra vez, la historia más bonita jamás contada.